La gata del Cerro Atravesado

Se podían escuchar sus maullidos desde mucho antes de llegar a las escalinatas  en donde la calle Sonora  termina, en las faldas del Cerro Atravesado. Llamaba la atención que la gata no huyera de la proximidad humana como casi siempre hacen esos felinos mitad callejeros y mitad cerriles. Parecía como si lo mismo que causara sus maullidos la había inhabilitado para percatarse de la cercanía del peligro humano. Mientras ella ascendía por el accidentado suelo calizo  que corre paralelo a la escalinata por donde yo iniciaba el ascenso al cerro, alcancé a notar una herida en su nariz, la que, sin embargo, no parecía ser la causa de tan potentes maullidos.

Regresé de mi caminata casi una hora después. De nuevo escuché, interminables, los lamentos de la gata amarilla con rayas blancas. Estaba parada sobre el montículo más alto en las faldas del cerro. Jamás he oído tanta insistencia sonora en un gato solitario. No puedo negar que un sentimiento extraño entraba en mi, montado en el lamento felino. Mi cara de asombro impulsó, seguramente, a que uno de los niños que no podían dejar de ver aquel extraño espectáculo, me explicara que había venido un hombre y había puesto los gatitos recién nacidos en un costal y se los había llevado a algún lugar desconocido. La madre, huérfana de sus críos, no cesaba de llamarlos, aprovechando las ondas más altas del viento de la tarde. Los perros no la perseguían. Ni siquiera le ladraban. De sus hocicos y gargantas apenas se asomaba algo parecido a tímidos gemidos. Sus orejas, completamente caídas, parecían querer impedir que el sonido felino tocara sus fibras más desgarradas. La gata no cesaba los maullidos que penetraban el alma  de los colonos que viven  en esa falda del Cerro Atravesado.

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